sábado, 4 de mayo de 2013
Una rubia tumbada
La rubia está tumbada en la tarima acolchada, boca abajo, rodeada del aroma dulzón del ambientador barato, el chorro de aire acondicionado que llega con regularidad japonesa y el aliento diverso de los machos que la horadan uno tras otro bajo la eficiente tutela de su esposo, que organiza la escena con mano de hierro. Las vergas —unas portentosas, otras exiguas, pero todas hambrientas y avorazadas— van y vienen. Con cada hombre, la rubia se acerca a un clímax apenas presentido, que no llega nunca, desconocido a pesar de la búsqueda incesante. El enésimo tipo sacude su pelvis y babeando y aullando se derrama en un triste condón para dejar paso al siguiente tipo, el nuevo enésimo, el siguiente miembro, otra pija enhiesta e insulsa que recibir.
Una silueta menudita y prieta se desliza inadvertida entre el maremágnum masculino del cuartucho oscuro y se tumba sobre la tarima, al lado de la rubia que ya está recibiendo los embates mecánicos del siguiente y lucha por desatar en su cerebro terco el nudo del orgasmo. Sin aviso, la figura extiende una mano hasta tocar a la rubia y esta siente lo que nunca sintió. Los aromas, los ruidos y los movimientos propios y ajenos desaparecen al instante y todo su universo se centra en unas uñas que se hunden en su nuca con suavidad y la acarician con destreza. La polla del donjuán sigue moviéndose, pero es esa mano la que gobierna ahora el ser de la rubia y lo que nunca sucedió, sucede: siente un calambre en todo el espinazo y se escapa de su vientre un primer grito de pasión; luego un segundo calambre y un segundo alarido y después una sucesión interminable y desconocida de espasmos, un frenesí desde el culo hasta la cabeza y de la vulva hasta un cuello que se desgañita de gemidos cada vez que los dedos se hincan en los músculos de su nuca.
Una mano, unos dedos, unas uñas; alguien desconocido. A veces es lo único que hace falta.
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