sábado, 4 de mayo de 2013

El reto


El sobre era vulgar, sin marcas, probablemente comprado a la unidad en alguna papelería de esas antiguas, polvorientas. La misiva que contenía era escueta: “Mucho te gusta hablar a ti. Demasiado. ¿Te atreves a un encuentro oral con seis mujeres? A ver si nos convences con el piquito...”. Una dirección de correo electrónico que podría ser de cualquiera era lo único que me permitía seguirle la pista a ese anónimo peculiar que alguien había dejado en mi buzón aquella tarde de otoño.

    Y el otoño era ya frío, pero el mensaje me puso recaliente; y nervioso. Tenía ese aroma folclórico de los carteles de los festejos taurinos, “6 MUJERES 6”, un reto cachondo, casi de broma, al macho peninsular que yo presumía ser, con su tinte cinematográfico: una oferta que yo no podía rechazar. Pero no era de broma y quien lo había escrito era muy consciente de lo que hacía. ¿Qué otra cosa podía hacer yo sino aceptar?

    Me puse a teclear. Ensayé varias fórmulas y al cabo me decidí a recoger aquel guante con un lacónico “Cuando quieran. Siempre suyo.” que ni siquiera quise rubricar. Pulsé el botón de enviar y no habían pasado ni diez segundos cuando apareció en la pantalla la respuesta. Qué hijas de puta... ¡Sabían tan bien mi reacción que ya habían preparado en el servidor un mensaje automático de contestación con las instrucciones! En él me citaban para cinco días después en una sauna de medio pelo que ya conocía. Debía preguntar por Sandra.

    Me bañé, me unté el cuerpo con algo de aceite de almendras para que resbalara mi piel si había que salir por patas o quitarme brujas o ninfómanas de encima, me afeité y me puse encima cualquier cosa porque con los nervios de qué sería todo aquel negocio no fui capaz de discurrir nada mejor. Bueno, por eso y porque solo tengo dos pantalones, pero idénticos, y tres camisas, dos de las cuales estaban en las respectivas casas de mis dos últimas amantes.

    Llegué a la dirección y pasé. Al preguntar por Sandra, la chica de la recepción arqueó una ceja, dibujó una mueca que significaba “ah, así que eres tú”, se volvió para recoger una llave del cajetín y me la entregó con tono telegráfico. “Sube al segundo piso. Habitación 201. Te están esperando. No hay ascensor. Suerte.”—dijo— y desapareció hacia la oficina del fondo.

    “¿Sandra?”—pregunté al llegar a la habitación y encontrar la puerta entornada. Estaba oscuro adentro y mis pupilas no estaban acostumbradas. Poco a poco se fueron perfilando los contornos de siete personas, pero sabía que no llegaría a distinguir a nadie. Una de ellas comenzó a hablar y su timbre me resultó vagamente familiar. Lo conocía, pero no podía emparejarlo con una identidad concreta, y se notaba bien que la voz se disimulaba con algún artilugio.

     —“Te hemos citado porque siempre te vemos hablando de tus hazañas y queremos ver si eres de verdad capaz de complacer, con la boca y sin descansos, a seis mujeres. Estamos hartas de presumidos. Las condiciones son estas: estarán delante de ti, tumbadas en una camilla y tú estarás delante, sentado en un taburete; mantendremos la habitación a oscuras y no sabrás qué mujer tienes delante; no podrás follar con tu polla ni tocártela, y no podrás hablar ni decir nada; aquí has venido a mamar coños, no a hablar como haces siempre; no podrás descansar más que el tiempo que tarde en entrar y salir cada chica; solo podrás tomar agua en esos momentos y, si fallas con alguna chica, se dará por terminada la sesión y te consideraremos un cantamañanas de mierda. ¿Aceptas?”  

    “¿Cuándo empezamos, reina?” —respondí sin dudarlo con todo el acento chuleta que pude. En realidad estaba que me cagaba de miedo. Todo aquello era una insensatez y no me gustaba el tono autoritario de la Sandra de los cojones, pero a uno cuando le tocan el orgullo... Lo de “reina” no pareció inmutarla. Aquella tía era un témpano antártico. “Sin demora,” —me espetó— “la primera chica ya te está esperando”.

    Había llegado el momento de la verdad. Me levanté con todo el aplomo que pude reunir y me encaminé hacia el taburete. La verdad es que allí no se veía una mierda, y agradecí el entrenamiento recibido en tantos cuartos oscuros de los clubes guarrillos del mundo.

    Comprobé que la primera chica era delgada. Como no me lo habían prohibido, le rocé las finas pantorrillas con las yemas de los dedos y la chica soltó un suspirito. “Uy, uy, uy —pensé para mi coleto— usted me va a durar medio minuto, señorita.” Me senté en el taburete y acerqué la boca a su coño. Estaba depilada por completo. Husmeé con calma y noté su lubricación. Lancé un leve lengüetazo y se escuchó otro suspirito. Lancé otro y otro más, todos suaves y, de pronto, sin avisar, le metí un repaso con la lengua que la levantó de la camilla en un respingo. Para cuando sus caderas volvieron a su lugar, ahí estaba ya mi boca entera abarcando toda su vulva, inundándola de calor, y mi lengua abatiéndose sin piedad sobre el clítoris. No tardó ni cinco segundos en empezar a convulsionarse y a gritar, pero yo no estaba dispuesto a soltar mi presa. La dejé que se corriera a gusto sin cejar en mis caricias y medio minuto después la tenía relajada y con ganas de echarse la siesta.
 
     “Ea, a ver, la siguiente... Si esto va a ser así con todas, mejor que me traigan un camión de chicas” —se me ocurrió decirle a Sandra, pero me contuve por no parecer listillo y porque me habían prohibido hablar. Alguna vez ya me había pasado que una chica se corriera en cuestión de segundos, pero nunca hubiera esperado que fuera a pasar en una circunstancia como esta. Sonó la voz de Sandra que confirmaba que había superado la prueba con la primera chica y que llegaba la segunda de la tarde. El cartel de “6 MUJERES 6” parecía cobrar vida.

    Tomé un sorbito de agua. El esfuerzo había sido casi nulo y estaba tan fresco como había llegado. Sabía que no iba a ser siempre así y la segunda chica no tardaría en confirmármelo. Repetí la estrategia de tocar sus piernas y la única sensación consistió en la aspereza de tocar sus vellos depilados varias semanas atrás. Como me veía venir el matojo al que tendría que enfrentarme, decidí zambullirme en él, como cuando uno se arroja a una piscina para que la sensación de frío llegue de golpe en lugar del suplicio de ir metiéndose poco a poco. Aquel chocho era una maraña tupida y recia y estaba seco y amojamado. Sí, sí, también en cuanto a olor. “En qué lío te has metido, chico” —fue lo único que acerté a pensar.

    Quise adaptarme al medio. Lo primero era abrirse paso y necesitaba paciencia. Con la ayuda de una mano, retiré sus labios mayores y después de algunas caricias suaves perdí parte de mi angustia al advertir un reguerillo de lubricación que mojaba sus labios menores. Un rayo de esperanza, supongo. Comencé un lameteo lento pero distante, porque los pendejos me rascaban el hocico y no podía lesionármelos ni dejar que se me enrojecieran, y menos aún tan pronto. Acaso diez minutos después de idas y venidas con la lengua, la lubricación presentaba ya buen aspecto pero aquella tía no soltaba el menor indicio sonoro de qué le gustaba y qué no. Tenía que hacer algo, sabía que para cada mujer hay una maña, pero no se me ocurría cuál sería la de esta. La fortuna vino en mi ayuda. En un momento en que descansaba la lengua junté los morritos como si fuera a dar un beso de pez y los pasé por su clítoris. Respingó. Lo repetí. Respingó otra vez. Repetí, repetí, repetí y respingó, respingó, respingó... ¡ya era mía! Al poco estaba gritando y gimiendo. No movía ya las caderas cada vez que mis dos labios unidos le rozaban el clítoris, pero apenas dos minutos después se vino con todo a la voz de “ahhhhh, hijo de putaaaaaaaa”, exclamación que me pareció desconsiderada pero que le perdoné porque... bueno, porque a fin de cuentas soy un grandísimo hijo de la grandísima chingada, sí.

    El segundo morlaco del reto estaba siendo arrastrado por las mulillas camino del desolladero, así que me sentí satisfecho y me enjuagué la boca con un buchito de agua. Más que cansancio físico, aquella mamada había supuesto un desafío técnico, pero ahora era historia. “Superada la prueba de la segunda chica.” —confirmó Sandra—“La tercera está dispuesta”. Empecé a entender que aquello sería de verdad el juego que siempre había soñado, y esa comprensión me dio alas. Superaría el reto y me zamparía a aquellas seis tías. El fracaso no entraba ya dentro de las posibilidades.

    A mayor estímulo de mi exaltación, el frescor, la fragancia que desprendía el coño de la tercera de la tarde, era apreciable incluso a cierta distancia. Cada vulva tiene su olor y algunas huelen como para dar de comer a reyes: esta era una de ellas. Me la imaginé menudita, morena, de culo redondo y senos chupchup y el panorama me provocó una erección inmediata. De buena gana habría dejado todo y le habría metido un pollazo sin más aviso. Estaba depilada por completo, a excepción de un hilo fino y muy recortado que recorría los labios mayores. Comerse aquel sexo era un regalo, no parecía parte de un reto, y decidí honrarlo con una mamada larga e indirecta. Mi lengua comenzó a dibujar espirales, rectas, trazos caprichosos por toda la superficie de su intimidad. Le chupé con cariño los labios menores, que sobresalían ampliamente de la vulva. Le di lengüetazos circulares a la parte superior, apenas por encima del capuchón del clítoris, cuyo cuerpo ataqué a dentelladas delicadas, con el cuidado con el que una loba agarra del cogote a su lobato desvalido. La chica estaba disfrutando y me lo demostraba con ronroneos y movimientos suaves de las caderas, y yo estaba pasando el mejor rato que había pasado en mucho tiempo. Y mucho, mucho tiempo pasó, en verdad. Los gemidos se fueron intensificando y yo fui amortiguando mis caricias para prolongar su orgasmo, solo para avivarlas después y hacerla sentir el deseo de morir por correrse ya. Todo su coño rezumaba lubricación, saliva y placer, que yo mismo le extendía por las pantorrillas en el curso de rascados variables —ahora intensos, ahora cosquilleantes— de la cadera a los pies.

    Cuando consideré que el placer iba a empezar a tornarse frustración, empapé mi dedo corazón de saliva, se lo metí lentamente por el culo, apenas unos centímetros y sin moverlo, le pasé la lengua despacio por toda la vulva entregada y a continuación soplé con suavidad. Se agitó en un espasmo, emitió un alarido y, quién sabe de dónde, de qué recoveco femenino, de su sexo salió proyectado un chorro de líquido tan aromático como su coño entero. Seguí soplando con suavidad y dejé que se me empapara el rostro sin sacarle el dedo del culo. Sus sacudidas se prolongaron, entre alaridos y sollozos, durante un tiempo que pareció eterno. Al fin se quedó yerta varios minutos, musitó un “gracias” casi inaudible y, tal como había venido de silenciosa, desapareció.

    “Has superado la prueba de la tercera chica,” —resonó Sandra con un atisbo de desazón en la voz. “puedes descansar mientras cambiamos la sábana de la camilla.” Pero yo no quería descansar, sino aprehender aquel momento, aquella sensación: mi rostro recibiendo aquel chorro de placer, mi dedo sintiendo los latidos de un culo desbocado, los gritos, el aroma. A la mierda, joder, no era solo eso, ¡era también mi polla! Tenía la verga como para partir nueces de dura y en esos instantes solo podía pensar en cuánto deseaba que aquella chica me envolviera con la boca y me matara de placer. Creo que nunca en la vida había sentido tal necesidad de recibir una mamada de alguien ¡y ni siquiera sabía quién era! Tuve un momento tremendo de tensión interna, de abandono, de retirada, y no sé cómo logré reponerme.

    Bueno, sí. Lo que me hizo reponerme fue constatar que ya tenía delante a la cuarta chica, y enseguida vi que se trataba de algo diferente. Ese contacto fugaz que había instituido como modo de conocer a mis contrapartes en aquella oscuridad me devolvió esta vez una señal inesperada: aquellas piernas eran grandes y musculosas. Estaba depiladas, sí, pero algo no andaba bien. Cuando me incliné sobre el sexo, me golpeé la boca con un tallo más duro que una piedra. Aquello era una polla... Y no cualquiera, joder, ¡aquello era un pollón! “Pero habíamos quedado...”—protesté— y la voz de Sandra, que parecía esperarlo, sonó de inmediato: “Sí, pero es una chica. Es una chica especial, pero es una chica. Y tienes prohibido hablar. Si infringes de nuevo esta norma, se acabará el reto y habrás fracasado.”

    ¡Qué hija de puta! Lancé mis manos hacia el torso de la chica y, en efecto, allí había dos tetas. Con la dureza de la silicona, pero tetas inequívocas, inapelables y femeninas. Me sentí víctima de la ideología de género, pero aquello era una chica. Mis amigos se iban a matar de la risa si me oían contar alguna vez que le había mamado el vergón... ¡a una tía! También me pasó por la cabeza lo que habría pensado mi madre de una cosa así. Tras estas reflexiones, que seguro duraron unos segundos pero me parecieron eternas, tomé un trago de agua (la saliva había desaparecido de golpe) y me dispuse a la tarea. Toda la seguridad que había adquirido unos minutos antes se desvaneció en segundos. El nerviosismo se apoderó de mí y solo acerté a engullir el falo enhiesto, intentando no lastimarlo con los dientes, y a sacudir torpemente la cabeza de arriba abajo a toda velocidad, con la esperanza de que la chica se corriera con rapidez.

    No sucedió. Al poco me dolían el cuello y la cabeza y tenía los músculos de la boca a punto de acalambrarse. Me saqué el cipotón de la boca y reanalicé la situación mientras le lameteaba el capullo con indolencia. No sabía nada de mamar vergas. Era la primera vez que lo hacía y estaba obligado a hacerlo con éxito. “Ármate de paciencia o aquí feneces, compadre” —pensé. Intenté traer a la mente todas aquellas dulzuras que me habían hecho a mí en el pasado, y que tan sencillas de ejecutar me parecían cuando yo era el receptor. Su puta madre, ¡qué difíciles eran en la práctica! ¿Dónde me guardo los dientes de mierda? ¿Dónde meto la lengua para que quepa esa cosa enorme? ¿Cómo acompaso la mamada con la mano?

    Decidí por lo pronto chupar con lentitud pero con firmeza. Ya había visto que yendo deprisa solo me desfondaba y no lograba arrancar el mínimo suspiro de la chica. Joder, ¡chica...! La verga no tenía nada de especial: no sabía a nada, no olía a nada. Era solo un pedazote de carne agarrotada. Después de ensalivarla a fondo, comencé a chuparla con más ganas, intentando mantenerla atrapada con fluidez en la boca. Era como aprender a bailar: pasito a pasito. Aquello debió de surtir efecto, porque la dama comenzó a soltar gemiditos y a los pocos minutos movía un poco el culo, como pidiendo ritmo. “Pídele ritmo a tu padre, cabrona, que soy nuevo en esto y voy a mi aire” —pensé sin dejar de darle como lo estaba haciendo. Decidí apretarle un poco más con la mano y ponerle más y más saliva, y yo mismo me fui acostumbrando a lo de la velocidad. El temor me invadió al pensar en lo siguiente: “¿Y ahora qué hago: la dejo que se corra en mi boca? Joder, joder, joder...”.

    Nunca había pensado que tendría que tomar esta decisión y me pillaba en el peor momento. Luego pensé que ya que la chica deliciosa anterior se había corrido en mi cara y me había encantado, pues... pues de perdidos al río, qué coño. Aumenté un poco el ritmo de la mano y de la boca, me encomendé al Monstruo Volador de Espaguetis y no había pasado mucho cuando la chica soltó un bufido tremendo y yo recibí un certero disparo seminal en la campanilla. Mientras yo tosía como un tísico, la chica se terminó de correr en mi cara, en mi camisa, en mi pelo... un desastre. Le solté la verga, ya tirando a morcillona, y apenas tuve fuerzas para alcanzar el vaso de agua para quitarme la tos y la sensación tánica del lefote que me habían regalado. Qué momento, ¡qué momento!

    Sonó la voz de Sandra, matada de la risa: “Cuarta chica... ¡conseguidaaaa! Tienes dos minutos para reponerte y limpiarte la cara, galán. Te hemos hecho un hombre, ¿eh? ¡Jaaaaa!”. Recuperé el vaso y a riesgo de perder el estilo hice algunos buches para aclarar la garganta estropajosa. No sé si es que tenía el día olímpico, en plan de “lo importante es participar”, pero aquel choteo de Sandra tuvo la virtud de serenarme. “Si he superado esta prueba, ya supero lo que sea” —me dije— “que pase la siguiente, que esto está chupa’o”. Al darme cuenta de eso de “chupao”, me brotó una risa que solo fue cediendo cuando mis manos entraron en contacto con la siguiente chica del reto, la penúltima de mi lote de aquella tarde.

    Era una dama de grandes volúmenes, eso estaba claro. Siempre me atrajeron estas mujeronas hiperbólicas, estas masas maternales de carne. Cuando sus senos son grandes, la admiración roza lo fetichista, así que mi primera reacción al notar su enormidad fue alargar las manos hasta tocar sus senos. Y ahí estaban, ¡ave María purísima!, unas mamellas como para alimentar las fantasías de un seminario entero durante cinco años. Unos pezones suaves, sin estridencias, sin durezas, todo voluptuosidad y amor. “Te voy a dar rico, mamá, ya vas a ver que sí” —prometí mudo. Su vulva sobresalía con la típica molla de las matronas de su clase, ese delicioso montecito en el que cualquiera querría recostarse un rato para fabular grandes hazañas mientras mira las nubes y masca un pajizo en la boca. Y pensando en el pajizo y hurgando apenas en aquella dulzura, me encontré con la sorpresa de su clítoris descomunal. Esta mujer era una fantasía andante, una cosa prohibida, y segregaba sin cesar jugos estimulantes, que invitaban a seguir enredándole en los bajos. Lametón para arriba, para abajo, mordisco indisimulado en el monte de Venus, succión de ese clítoris magnífico (y respondón, como podía apreciar en cada pasada), lengüetazo en el culo, rascado de muslos, caricias plantares... ¡mamada total, cunilingus sin cuartel! Ella se revolvía, gruñía, se quejaba de los agarrones y los mordiscos, sujetaba mi cabeza contra su coño, me insultaba cuando me retiraba para tomar aire, aullaba y pedía más con procacidad, y yo le daba y le daba lengua y manos y uñas y dientes y arte, sin cansarme jamás de aquella maravilla sensorial.

    Cuando estábamos los dos que ya estallábamos, sentí la necesidad perentoria de meterle la verga que, aunque no podía tocar, adivinaba hinchada y destilando chorros de excitación. Como no podía hacerlo, probé con los dedos. Al intentar meterle dos, descubrí que a pesar de las dimensiones externas tenía un vagina estrecha. Con el dedo corazón de la otra mano entré en su cueva y pronto encontré su respuesta. Moví mi dedo dentro, con firmeza, rotándolo, sin meterlo ni sacarlo, y al mismo tiempo le succioné el clítoris como quien chupa deleitoso un gusanito de gominola. No tardó en empezar a venirse; era como un huracán, un terremoto, el cuerpo entero le temblaba a cada cambio en la succión, a cada pequeño movimiento de mi dedo, hasta que finalmente soltó un alarido indescriptible y cerró las piernas con fuerza, atrapando contra el coño a mi dedo, mi lengua y mi cabeza entera. Ahí nos quedamos yo y mis variadas partes humanas mientras ella encadenaba una sucesión de orgasmos que parecía no tener fin. Diossss, ¡qué hembra!

    A medida que ella iba aflojando, yo aproveché para comerme a besos esos muslos de locura, plagar de besitos suaves sus labios empapados e, incorporado sobre su vientre, lamerle las tetas y rozar con suavidad mi verga inflamada contra la vulva. De buena gana me la habría follado sin más, pero el esfuerzo me había dejado exhausto y necesitaba agua. Cuando eché mano al vaso, que algún alma caritativa me había rellenado con agua fresca, se oyó la voz —un tanto inquieta— de Sandra, anunciando que había pasado la prueba de la quinta chica y que estaba a un solo obstáculo del éxito total. Me sentí cansado, pero satisfecho de cómo habían ido las cosas con todas estas desconocidas deliciosas... Sí, quizá incluso contando el pollazo que un rato antes me habían metido en la boca.

    La sexta mujer se tumbó sobre la camilla. En la evaluación inicial, sus piernas no eran ni grandes ni chicas, ni peludas ni depiladas, ni suaves ni rudas; llevé mis manos a sus pechos y los hallé medianos, con unos pezones que apuntaban a frío o a excitación. Su vulva, sin embargo, tenía dos cosas peculiares: la primera era un olor acre, que no era desagradable pero sí intenso; y la segunda, según descubrí enseguida, era una anilla en el clítoris y varias en los labios menores. “Joder, cuánta quincallería” —pensé al notar todas aquellas piezas metálicas en contacto con mi lengua y mis dientes.

    Ahí cometí el más grave error de la noche: me apresuré, me centré en juguetear con aquellos chismes y me olvidé de ella y de su coño. Cuando me quise dar cuenta, mi lengua se movía a toda prisa de un lado a otro, enredándose con las anillas y despistándose sin cesar. La dama no abría la boca para nada, no movía un músculo, estaba petrificada y comencé a angustiarme. Luego intenté volver atrás y lamer con calma, pero tampoco funcionó. Usé las manos, pero no hubo respuesta; probé a chuparle el culo, pero hubiera obtenido el mismo resultado chupando un hielo; intenté todo lo que se me ocurrió, inventado y por inventar. Nada: silencio y quietud. “¿Se habrá dormido, la cabrona?” —llegué a preguntarme. No, estaba bien despierta y a veces me hacía una carantoña o un piojito como para animarme.

    Quién sabe cuánto tiempo después, a punto ya de pedir cuartel y tirar la toalla y con ella mi reputación, sucedió un milagro. Al ritmo de tres lametones que yo hubiera jurado que no eran ni chicha ni limoná, la mujer se hinchó, sopló, dio unos cuantos gritos semicontenidos y se corrió. Me retiré de ella y la acaricié con una sonrisa en la boca. ¡Había ganado! Poco después, ella se incorporó y se acercó a mí. “Lo he fingido, cariño, pero sé que te lo mereces. Eres un amor, disfruta de tu éxito. Quiero verte otro día con más calma...” —me susurró al oído. A pesar del ánimo decaído que esta confesión me provocó, el dictamen de Sandra fue presto e inapelable: “Has pasado la prueba de la sexta chica. Eres el ganador”.

    Solo en ese momento fui consciente de que, en realidad, no se había pactado ningún premio si superaba el desafío. No había orejas, y el único rabo de la tarde me lo había metido hasta el gaznate. Me había jugado el prestigio a cambio de nada. Bueno, había sido divertido, sí, pero tenía la polla más dura que un tronco y una necesidad imperiosa de caricias, de lametones. La oscuridad de la habitación dio paso a una luminosidad tenue y Sandra se acercó a mí contoneando las caderas. Ese contoneo de caderas... ¡me suena! Me bajó los pantalones de un tirón, bajó la cabeza hasta el borde mismo de mi sexo, lo besó con suavidad y me dijo simplemente: “Ahora tu premio, campeón”. Y tan pronto hizo desaparecer mi verga en su boca cálida, reconocí al fin a Sandra, esa cleptómana oral de voluntades y virgos. No puedo desvelar quién es, pero... hay bocas que no se olvidan.

Se hizo mi camarada
Para cosas secretas,
Cosas que solo saben
Mujeres y poetas

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