sábado, 4 de mayo de 2013

La mala reputación



No sé si debo contar esto, capaz que ya lo conté. A mis 87 años me limito a contar batallitas desde el asilo. En fin, me lanzaré al vacío, a pesar de que la experiencia que narraré no fue agradable porque tiró al pasto para siempre mi reputación.

     Yo era acaso el amante perfecto: hombros anchos, ojos grises, mentón hollywoodiense, cabello largo y cuidado, músculos desarrollados, verga prodigiosa, mente cariñosa y manos de absoluto hijueputa... en fin, el típico hombre sobre el cual las mamás previenen a sus hijas para poder quedárselo enterito para ellas solas.

     Aquella noche, quién sabe cómo, terminé en el boliche y luego de un par de tragos coincidí con una dama de buen ver que me invitó a pasar al reservado nudista de la cuarta. Acepté, claro. Allá había dos seres humanos dedicados al deleitoso arte de hacer y recibir, respectivamente, una mamada. Recuerdo que a ella le brillaba el cabello rubísimo por los neones aquellos que solían ambientar la sala. A él... bueno, a él le brillaba la calva y, en un momento, también me pareció verle brillantes los ojillos cuando ella aceleró el pausado ritmo de la boca. De repente me di cuenta de que...

—Coño, ¡pero si es Arnaldo!
—¡Gallegoooo! ¿Qué hacés por acá? —me respondió al oír mi voz peninsular.
—Pues ya ves, compadre, viendo cómo te la chupan.
—Y sí, uno termina aficionado a estas cosas, ¿viste?; pero siéntense, acompáñennos, solo estábamos entreteniéndonos un ratito.

     Allá que nos sentamos y, entre mimos y dulzuras, poco después estaba mi acompañante dedicada a rascarle la pancita a Arnaldo y yo estaba dedicado a rascarle la espalda a Lorena, su esposa. Y rascando, rascando, rascando, al cabo de unas horas sonó una voz.

—Gallego, que ya nos sacan del boliche.
—Sí, vamos, Lorena. ¿Estás bien? ¿Te gustó?

     Silencio total.

—Lorena, ¿vamos?

     Más silencio. No se movía nada, ni siquiera parecía respirar y no respondía a mis llamados ni a mi golpecitos en el hombro. Por unos segundos de angustia temí haber matado a Lorena a golpe de rascaditas de espalda, pero pronto llegó Arnaldo, más ducho que yo en esto de tratar a su esposa, y le dio un zarandeo enérgico seguido de un empujón capaz de derribar una mula. Con un suspiro de alivio la vi moverse y balbucir alguna incongruencia, y unos minutos después incluso consiguió reunir las fuerzas necesarias para buscar sus bombachas y volver al lindo estado humano que la caracterizaba.

     Mis caricias aburrieron tanto a aquella dama a la que tenía que complacer que se me quedó más dormida que un oso de Alaska en diciembre. Como decía, aquel día mi reputación se fue al pasto y desde entonces no me encamo con nadie que no se haya tomado tres cafés cargados y dos redbules. El cabello se me cayó, los músculos y el mentón se me retrajeron, la verga mejor no comento y las mamás me mandan a las hijas para que les dé clases de piano.

     Y ni siquiera sé tocar el piano.

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