lunes, 6 de mayo de 2013

La faena



Hoy me acerqué a una biblioteca porteña y le pregunté al bibliotecario, un hombre menudo y cetrino, con esos anteojos redondos que suelen gastar los de su rubro en todas partes, qué relato erótico podía recomendarme que fuera realmente insólito.

–¿Sos español? –me preguntó con la familiaridad que adoptan enseguida los de acá.

–Sí, madrileño.

–Ah, lindísimo Madrid. Nunca fui, ¡pero me contaron! Y dejame que te diga que tengo una pieza única. Aguardá un minuto, por favor.

    Desapareció entre las góndolas y regresó, fiel a su promesa, con un libro chiquito en las manos. “Capítulo 4, página 36. Es breve, disfrutalo” –me dijo, y se volvió a sus quehaceres como desdeñando cualquier agradecimiento.

    Corrí a sentarme en una butaca. El título rezaba Descripciones del amor insoportable, y era un compendio de escritos anónimos. Publicado en Mérida, Yucatán, en 1954. Quién sabe cómo llegó hasta Buenos Aires. Hojas toscas y amarillentas, encuadernación barata... Jamás hubiera reparado en el libro si lo hubiera visto por ahí.

    Llegué a la página 36 y leí la historia.


En 1886 viví un romance insoportable con Heliodoro Vargas Martínez, un torero gitano de sobrenombre El Desperdicios.
    Comenzaron a llamarlo así un día desafortunado en que, en plena faena de muleta, el toro hizo por la tela y a mitad de embestida descubrió el engaño y volviendo sus astas hacia el torero le empitonó el ojo izquierdo, que quedó extirpado al instante y cayó al suelo. Los espectadores se sobrecogieron, pero Vargas ni se inmutó. Se llevó la mano al rostro para restañarse la sangre que manaba del cuévano, dirigió su vista ya monocular al albero hasta encontrar su órgano mutilado, lo recogió del suelo, lo miró y con un gesto de desprecio lo arrojó de nuevo a la arena mientras con su acento de caló gritaba a una plaza enmudecida: “Bah, ¡deh’perdisio’!”. Prosiguió la lidia y mató al toro que lo había dejado tuerto para siempre. El tiempo me demostró que así, tal cual, era Vargas.
    Un día pedí a mi esposo permiso para ir al mercado. Al salir de casa noté que me seguía, así que aceleré el paso y entré a una posada para despistarlo. Sin conocer las dependencias, en mi huida entré como un vendaval en la alcoba donde se hospedaba Vargas y busqué dónde guarecerme. No logré encontrar más que el lateral de un armario viejo y encerado que me manchó la camisola, así que allí me quedé, temblorosa. Él me miró desde la cama y se quedó impertérrito, como escrudriñándome con su único ojo. Seguí buscando posibles lugares de abrigo y mirando con angustia la puerta que acababa de traspasar. Se oyó afuera el taconeo de unas botas varoniles, que se detuvieron unos momentos eternos y al fin pasaron de largo.
    Vargas se levantó sin prisa y se me acercó encuerándome con la vista. El parche que cubría su ojo me provocaba un temor irresistible, y quedé inmóvil. Se acercó algo más y cuando estuvo a un paso, giró un poco en torno a mi cuerpo y de repente arrimó su nariz a mi cabeza e inspiró con fuerza mi cabello. Lo aparté de un manotazo y busqué protección frente a la jofaina, pero en la huida una de sus manos curtidas arrancó de cuajo mi camisa y yo quedé solo con el juboncillo, que apenas disimulaba mis palpitaciones y mis senos encabriolados por la tensión. 
    No podía salir sin grave peligro de morir a manos de mi esposo. Vargas lo había adivinado y se acercó de nuevo a mí despacio, estudiándome. “Señor, se lo ruego...” –musité, pero no hallé cuartel. Alargó su brazo y agarrándome del cuello me besó con fuerza la boca y me soltó de improviso. Noté en su boca el aliento a tabaco y en la mía un escalofrío. Avanzó un paso, yo retrocedí y de nuevo me llegó el ataque de su boca, que esta vez me mordió los labios mientras con la mano me sujetaba con firmeza el cuello. Otro paso, otro ataque, y otro más; y a cada uno de ellos notaba cómo mi voluntad se rendía y mi vientre se aguaba.
    Cuando logró acorralarme frente a las cortinas semicerradas del ventanal , juntó su boca a la mía y sin dejar de besarme deslizó su mano diestra bajo mi falda y alcanzó mis partes íntimas. “Señor, estoy con el renuevo” –le avisé, corrida de pudor; mas él avanzó y noté cómo uno de sus dedos se clavaba en mí, lacerándome por un instante, retrocediendo y volviendo a entrar, matándome de dolor y de excitación. Tres veces metió los afilados dedos en mí de aquella manera extraña y desconocida, y al cabo liberó mi boca, se retiró medio paso y haló con fuerza mi falda, mis paños y el juboncillo sudoroso, dejándome como mi madre me trajo al mundo. 
    Se desnudó sin dejar nunca de mirarme. Tenía el rostro inmutable pero enrojecido y aprecié varias cicatrices espantosas y un miembro enhiesto y amenazante que me quitó el aliento. Se acercó a mí de nuevo y mi voluntad se quebró. Tomando la mano que me ofrecía lo acompañé al lecho pulcro y blanco. Me dobló la cintura hasta que mis pechos rozaron el colchón mullido y tuve que ahogar un grito de sorpresa y dolor cuando su falo monstruoso penetró mi ser, de golpe. Una vez. Dos veces. Tres veces. En cada ocasión ahogué un alarido contra las sábanas y en cada ocasión deseé que siguiera llegándome con aquel ariete y me reventara por entero. Nunca antes había deseado morir ni sentido nada así al usar el matrimonio con mi esposo.
    Pero no morí, sino que todo se detuvo. Me di la vuelta y con sorpresa lo vi caminar hacia la cómoda y plantarse ante una pequeña imagen de Nuestra Señora rodeada de exvotos y... ¡rezar! Tenía un cuerpo oscuro, curtido y musculoso, y no pude reprimir la vergüenza al advertir en su masculinidad las manchas de mi sangre. Tras orar, se acercó al balcón, miró un instante a la calle y de súbito descorrió por completo las cortinas, inundando de luz el cuarto.
    Volvió hacia mí y me obligó a tumbarme en la cama. Hice ademán de resistirme, pero en realidad ansiaba recibir de nuevo la vida que había sentido. Se recostó encima de mí, abrió mis piernas y empujando su miembro me desmadejó de gozo. Lo que sucedió después fue una serie deleitosa de vaivenes y empujes, ondas de placer, besos y caricias en el cuello, en los senos, en la espalda, arañazos en mis nalgas, azotes de mis muslos, ayuntamientos como manda nuestra Iglesia y como lo hacen las bestias sin ánima, y en otras maneras de acceso carnal que nunca había conocido. Mis tetas se balanceaban al ritmo de su impulsos, aireando unos pezones endurecidos hasta el dolor, y las sábanas se jaspearon de jirones rojos que se tornaban achocolatados en medio de aquel desenfreno. Mi cuerpo se extasió una y otra vez con las sensaciones de aquella verga, con los embates de aquel macho y, cuando estaba siendo montada como una yegua y tenía el espíritu a punto de fenecer, Vargas se retiró de mí unos instantes, apuntó su miembro al ojo de mi culo y ensartándome bestialmente se derramó en mí, acabando conmigo en ese instante. Mi cuerpo se deshizo y quedé privada por aquel deleite infinito.
    Cuando desperté, Vargas ya no estaba a mi lado y nada de él quedaba en la alcoba salvo la imagen de la Virgen.Yo no sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Con las piernas aún temblorosas y una sensación gozosa de ocupación en el vientre, tomé algo de agua de la jofaina y me aseé como pude. Después reuní mis ropas, compuse como pude sus rasgaduras, me vestí y salí al vestíbulo. Nadie había y a nadie encontré en unas calles extrañamente desiertas, con lo que al cabo llegué a la casa sin novedad.
    Mi esposo no estaba. Arrojé mis ropas manchadas y rasgadas a la estufa, terminé de asearme y me ocupé con la labor frente a la lumbre, a esperar. Al fin llegó y me preguntó ceñudo dónde había estado. “Me anduve al mercado, como le dije, a comprar una ropilla para este otoño” –acerté a inventar–“¿y usted?”. “Tras de ti, perra infiel, que bien sé que cornudo soy” –me respondió con amargura. “Te estuve buscando, pero al no hallarte fui a la plaza para ver a Heliodoro Vargas, El Desperdicios, que mataba cuatro toros hoy y que ya no lo hará con ninguno más, porque el último lo hirió mal al entrar a matar y el desdichado murió en la arena. “¡Qué espanto!,” –exclamé sobresaltada–“Dios se apiade de su alma y lo haya en su Gloria. ¿Y por qué tenía ese extraño sobrenombre el malhadado?” 
    Me contó la historia de Vargas y su ojo perdido en la plaza, y al comprender quién había sido el hombre de mi tarde, mi vida se oscureció para siempre.

    Así terminaba el relato. Al regresar el libro, el bibliotecario me miró, lo miré, él comprendió y nadie dijo más nada.

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